RELATOS CORTOS

Un destripador de antaño

Poco se conoce o se aprecia a Doña Emilia Pardo Bazán y al rastrear en su inmensa obra y encontrar esta pequeña joya que lo es, este relato corto, me ha sorprendido su maestría en la escritura. Cuánto tesoro en sus letras, cuánta enseñanza a la hora de componer y darle ritmo y coherencia a una historia.
Emilia fue una mujer valiente, pionera de su tiempo y cuando su marido le prohibió escribir, ella decidió separarse de él y continuar con su pasión. Gracias a esta decisión y al trabajo tan bien hecho podemos disfrutar hoy de esta clase de maestría.

EMILIA PARDO BAZÁN – UN DESTRIPADOR DE ANTAÑO

La leyenda del «destripador», asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo, jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.

I


Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de cañas y poas puesto como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas morados y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano; al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por la chimenea –pues no la tenía la casa del molinero, ni aún hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia–, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!

El complemento del asunto –gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico– era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la llamaban roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las brumas del montañoso celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza y el pelito lo llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado –sin asomo de ofeliana coquetería– con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía –al decir de las gentes– singular parecido.

La celebre patrona, objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de aquellos contornos, era un «cuerpo santo», traído de Roma por cierto industrioso gallego, especie de Gil Blas, que habiendo llegado, por azares de la fortuna a servidor de un cardenal romano, no pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo, diez años de buenos y leales servicios, que la urna y efigie que adornaban el oratorio del cardenal. Diéronselas y las trajo a su aldea, no sin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayuda del arzobispo, elevó modesta capilla, que a los pocos años de su muerte las limosnas de los fieles, la súbita devoción despertada en muchas leguas a la redonda, transformaron en rico santuario, con su gran iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo que desde luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella olvidada parroquia de montaña en pingüe canonjía. No era fácil averiguar con rigurosa exactitud histórica, ni apoyándose en documentos fehacientes e incontrovertibles, a quien habría pertenecido el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza de cera de la Santa. Sólo un papel amarillento, escrito con letra menuda y firme y pegado en el fondo de la urna, afirmaba ser aquellas las reliquias de la bienaventurada Herminia, noble virgen que padeció martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las actas de los mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada Herminia. Los aldeanos tampoco la preguntaban, ni ganas de meterse en tales honduras. Para ellos, la Santa no era figura de cera, sino el mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de la mártir hicieron el gracioso y familiar de Minia, y a fin de apropiárselo mejor, le añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos. Poco les importaba a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo de su Santa: veneraban en ella la Inocencia y el Martirio, el heroísmo de la debilidad; cosa sublime.

A la rapaza del molino le habían puesto Minia en la pila bautismal, y todos los años, el día de la fiesta de su patrona, arrodillábase la chiquilla delante de la urna tan embelesada con la contemplación de la Santa, que ni acertaba a mover los labios rezando. La fascinaba la efigie, que para ella también era un cuerpo real, un verdadero cadáver. Ello es que la Santa estaba preciosa; preciosa y terrible a la vez. Representaba la cérea figura a una jovencita como de quince años, de perfectas facciones pálidas. Al través de sus párpados cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la contracción de la agonía veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso brillo. La boca, también entreabierta, tenía los labios lívidos, y transparecía el esmalte de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre el almohadón de seda carmesí que cubría un encaje de oro ya deslucido, ostentaba encima del pelo rubio una corona de rosas de plata; y la postura permitía ver perfectamente la herida de la garganta, estudiada con clínica exactitud; las cortadas arterias, la faringe, la sangre, de la cual algunas gotas negreaban sobre el cuello. Vestía la Santa dalmática de brocado verde sobre la túnica de tafetán color de caramelo, atavío más teatral que romano en el cual entraban como elemento ornamental bastantes lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos, finísimamente modeladas y exangües, se cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los vidrios de la urna, al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas, ajadas por el transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural. Diríase que la herida iba a derramar sangre fresca.

La chiquilla volvía de la iglesia ensimismada y absorta. Era siempre de pocas palabras; pero un mes después de la fiesta patronal, difícilmente salía de su mutismo, ni se veía en sus labios la sonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que «se parecía mucho con la Santa».
Los aldeanos no son blandos de corazón; al revés: suelen tenerlo tan duro y callado como las palmas de las manos; pero cuando no está en juego su interés propio, poseen cierto instinto de justicia que los induce a tomar el partido del débil oprimido por el fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana de padre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia era molinero, y se había muerto de intermitentes Palúdicas, mal frecuente en los de su oficio; la madre le siguió al sepulcro, no arrebatada de pena, que en una aldeana sería extraño genero de muerte, sino a poder de un dolor de costado que tomó saliendo sudorosa de cocer la hornada de maíz. Minia quedó solita a la edad de año y medio, recién destetada. Su tío, Juan Ramón –que se ganaba la vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no era amigo de labranza–, entró en el molino como en casa propia, y, encontrando la industria ya fundada, la clientela establecida, el negocio entretenido y cómodo, ascendió a molinero, que en la aldea es ascender a personaje. No tardó en ser su consorte la moza con quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición: varón y hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más diferencia aparente sino que los chiquitines decían al molinero y a la molinera papai mamai, mientras Minia, aunque nadie se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca de otro modo que «señor tío» y «señora tía».

Si se estudiase a fondo la situación de la familia, se verían diferencias más graves. Minia vivía relegada a la condición de criada o moza de faena. No es decir que sus primos no trabajasen, porque el trabajo a nadie perdona en casa del labriego; pero las labores más viles, las tareas más duras, guardábanse para Minia. Su prima Melia, destinada por su madre a costurera, que es entre las campesinas profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita, y se divertía oyendo los requiebros bárbaros y las picardihuelas de los mozos y mozas que acudían al molino y se pasaban allí la noche en vela y broma, con notoria ventaja del diablo y no sin frecuente e ilegal acrecentamiento de nuestra especie. Minia era quien ayudaba a cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas, amasaba el pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas; la que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del monte el haz de leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de hierba del prado. Andrés, el mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábase la vida en el molino, ayudando a la molienda y al maquileo, y de riola, fiesta, canto y repiqueteo de panderetas con los demás rapaces y rapazas. De esta temprana escuela de corrupción sacaba el muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a veces molestaban a Minia, sin que ella supiese por qué ni tratase de comprenderlo.

El molino, durante varios años, produjo lo suficiente para proporcionar a la familia un cierto desahogo. Juan Ramón tomaba el negocio con interés, estaba siempre a punto aguardando por la parroquia, era activo, vigilante y exacto. Poco a poco, con el desgaste de la vida que corre insensible y grata, resurgieron sus aficiones a la holgazanería y el bienestar, y empezaron los descuidos, parientes tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego estriba en poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote carne de cuando en cuando, pantrigo a discreción, leche cuajada o fresca, esto distingue al labrador acomodado del desvalido. Después viene el lujo de la indumentaria: el buen traje de rizo, las polainas de prolijo pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan flores de seda, el pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco. Juan Ramón tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el traje lo que introducía desequilibrio en su presupuesto, sino la pícara costumbre, que iba arraigándose, de «echar una pinga» en la taberna del Canelo, primero, todos los domingos; luego, las fiestas de guardar; por último muchos días en que la Santa Madre Iglesia no impone precepto de misa a los fieles. Después de las libaciones, el molinero regresaba a su molino, ya alegre como unas pascuas, ya tétrico, renegando de su suerte y con ganas de arrimar a alguien un sopapo. Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés, la primera vez que su padre le descargó un palo con la tranca de la puerta, se revolvió como una furia, le sujetó y no le dejó ganas de nuevas agresiones; Pepona, la molinera, más fuerte, huesuda y recia que su marido, también era capaz de pagar en buena moneda el cachete; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y constante, La niña recibía los golpes con estoicismo, palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor –cuando, por ejemplo, la hería en la espinilla o en la cadera la punta de un zueco de palo–, pero no llorando jamás. La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después de misa; en las deshojas del maíz, en la romería del santuario, en las ferias, comenzaba a susurrarse que el molinero se empeñaba, que el molino se hundía, que en las maquilas robaban sin temor de Dios, y que no tardaría la rueda en pararse y los alguaciles en entrar allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre los lomos.

Una persona luchaba contra la desorganización creciente de aquella humilde industria y aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera, mujer avara, codiciosa, ahorrona hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y áspera. Levantada antes que rayase el día, incansable en el trabajo, siempre se le veía, ya inclinada labrando la tierra, ya en el molino regateando la maquila, ya trotando descalza, por el camino de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras en la cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo, la economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la pereza de dos hombres? En una mañana se lo bebía Juan Ramón: en una noche de tuna despilfarraba Andrés el fruto de la semana de Pepona.

Mal andaban los negocios de la casa, y peor humorada la molinera, cuando vino a complicar la situación un año fatal, año de miseria y sequía, en que, perdiendo se la cosecha del maíz y trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas, de secos habones, de pobres y héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha anterior, roído ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que se puede imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de reducción que consigue el estómago de un labrador gallego y la vacuidad a que se sujetan sus elásticas tripas en años así. Berzas espesadas con harina y suavizadas con una corteza de tocino rancio; y esto un día y otro, sin sustancia de carne, sin espíritus vitales y devolver vigor al cuerpo. La patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía, porque no sé si dije que lo que voy contando ocurrió en los primeros lustros del siglo decimonono.
Considérese cuál andaría con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha, descansaba forzosamente la muela. El rodezno parado y silencioso, infundía tristeza; asemejaba el brazo de un paralítico. Los ratones, furiosos de no encontrar grano que roer, famélicos también ellos, correteaban alrededor de la Piedra, exhalando agrios chillidos. Andrés, aburrido por la falta de la acostumbrada tertulia, se metía cada vez más en danzas y aventuras amorosas, volviendo a casa como su padre, rendido y enojado, con las manos que le hormigueaban por zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de galantería rústica y de brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre porque la pitanza era escasa y desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria en feria buscando lances, pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó soldado y se fue con el chopo camino de la ciudad. Hablando como la dura verdad nos impone, confesaremos que la mayor satisfacción que pudo dar a su madre fue quitársele de la vista: ningún pedazo de pan traía a casa, y en ella sólo sabía derrochar y gruñir, confirmando la sentencia: «Donde no hay harina, todo es mohína».

La víctima propiciatoria, la que expiaba todos los sinsabores y desengaños de Pepona, era…. ¿quién había de ser? Siempre había tratado Pepona a Minia con hostil indiferencia; ahora, con odio sañudo de impía madrastra. Para Minia los harapos; para Melia los refajos de grana; para Minia la cama en el duro suelo; para Melia un leito igual al de sus padres; a Minia se le arrojaba la corteza de pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia despachaba el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás. Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza se inclinaba a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose entonces su parecido con la Santa. Callada, exteriormente insensible, la muchacha sufría en secreto angustia mortal, inexplicables marcos, ansias de llorar, dolores en lo más profundo y delicado de su organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganas constantes de morirse para descansar yéndose al cielo… Y el paisajista o el poeta que cruzase ante el molino y viese el frondoso castaño, la represa con su agua durmiente y su orla de cañas, la pastorcilla rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca saciarse libremente por el lindero orlado de flores, soñaría con idilios y haría una descripción apacible y encantadora de la infeliz niña golpeada y hambrienta, medio idiota ya a fuerza de desamores y crueldades.

II

Un día descendió mayor consternación que nunca sobre la choza de los molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono: vencía el termino del arriendo, y, o pagaba al dueño del lugar, o se verían arrojados de el y sin techo que los cobijase, ni tierra donde cultivar las berzas para el caldo. Y lo mismo el holgazán Juan Ramón que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón de tierra el cariño insensato que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus entrañas. Salir de allí se les figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a los mortales, mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores de la suerte negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año de miseria –calculó Pepona–, dos onzas no podían hallarse sino en la boeta o cepillo de Santa Minia. El cura sí que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el jergón o enterradas en el huerto… Esta probabilidad fue asunto de la conversación de los esposos, tendidos boca a boca en el lecho conyugal, especie de cajón con una abertura al exterior, y dentro un relleno de hojas de maíz y una raída manta. En honor de la verdad, hay que decir que a Juan Ramón, alegrillo con los cuatro tragos que había echado al anochecer para confortar el estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera aquello de las onzas del cura hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observar también que contestó a la tentación con palabras muy discretas, como si no hablase por su boca el espíritu parral.

–Oyes, tú, Juan Ramón… El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta… Ricas onciñas tendrá el clérigo. ¿Tú roncas, o me oyes, o que haces?
–Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿que rayos nos interesa? Dar, no nos las ha de dar.
–Darlas, ya se sabe; pero…. emprestadas…
–¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten… –Yo digo emprestadas así, medio a la fuerza… Malditos!… No sois hombres, no tenéis de hombres sino la parola… Si estuviese aquí Andresiño… un día… al oscurecer..
–Como vuelvas a mentar eso, los diaños lleven si no te saco las muelas del bofetón…
–Cochinos de cobardes; aún las mujeres tenemos más riñones…
–Loba, calla; tú quieres perderme. El clérigo tiene escopeta…. y a más quieres que Santa Minia mande una centella que mismamente nos destrice…
–Santa Minia es el miedo que te come…
–¡Torna, malvada!…
–¡Pellejo, borranchón!…
Estaba echada Minia sobre un haz de paja, a poca distancia de sus tíos, en esa promiscuidad de las cabañas gallegas, donde irracionales y racionales, padres e hijos, yacen confundidos y mezclados Aterida de frío bajo su ropa, que había amontonado para cubrirse –pues manta Dios la diese–, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las excitaciones sordas de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas del hombre. Tratábase de la Santa…

Pero la niña no comprendió. Sin embargo, aquello le sonaba mal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviese nociones de lo que tal palabra significa, hubiese llamado desacato. Movió los labios para rezar la única oración que sabía, y así, rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, le pareció que una luz dorada y azulada llenaba el recinto de la choza. En medio de aquella luz, o formando aquella luz, semejante a la que despedía la «madama de fuego» que presentaba el cohetero en la fiesta patronal, estaba la Santa, no reclinada, sino en pie, y blandiendo su palma como si blandiese un arma terrible. Minia creía oír distintamente estas palabras: «¿Ves? Los mato». Y mirando al lecho de sus tíos, los vio cadáveres, negros, carbonizados, con la boca torcida y la lengua de fuera… En este momento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; la becerrilla mugió en el establo, reclamando el pezón de su madre… Amanecía.

Si pudiese la niña hacer su gusto, se quedaría acurrucada entre la paja la mañana que siguió a su visión. Sentía gran dolor en los huesos, quebrantamiento general, sed ardiente. Pero la hicieron levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad no replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona, por su parte, habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el charco más próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue y el mantelo de los días grandes, y también –lujo inaudito– los zapatos, colocó en una cesta hasta dos docenas de manzanas, una pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos huevos y la mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del lugar y tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a implorar, a pedir un plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo que les permitiese salir de aquel año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor.. Porque las dos onzas del arriendo…. ¡quia!, en la boeta de Santa Minia o en el jergón del clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de la casa Andresiño…. y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas bragas del esposo.

No abrigaba Pepona grandes esperanzas de obtener la menor concesión, el más pequeño respiro. Así se lo decía a su vecina y comadre Jacoba de Alberte, con la cual se reunió en el cuerpo, enterándose de que iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de la ciudad medicina para su hombre, afligido con su asma de todos los demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas para tener menos miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la noche encima; y pie ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues Pepona llevaba a cuestas el fondito del arca, emprendieron su caminata charlando.

–Mi matanza –dijo la Pepona– es que no podré hablar cara a cara con el señor marqués, y al apoderado tendré que arrodillarme. Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el apoderado; ésos tienen el corazón duro como las piedras y le tratan a uno peor que a la suela del zapato. Le digo que voy allá como el buey al matadero.

La Jacoba, que era una mujercilla pequeña, de ojos ribeteados de apergaminadas facciones, con dos toques cual de ladrillos en los pómulos, contestó en voz plañidera:

–¡Ay, comadre! Iba yo cien veces a donde va, y no quería ir una a donde voy ¡Santa Minia nos valga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que me lleva la salud del hombre, porque la salud vale más que las riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quien tiene valor de pisar la botica de don Custodio?

Al oír este nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Pepona y arrugóse su frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas.

–¡Ay! Sí, mujer… Yo nunca allá fui. Hasta por delante de la botica no me da gusto pasar. Andan no se qué dichos, de que el boticario hace «meigallos».
–Eso de no pasar, bien se dice; pero cuando uno tiene la salud en sus manos… La salud vale más que todos los bienes de este mundo; y el pobre que no tiene otro caudal sino la salud, ¿qué no hará por conseguirla? Al demonio era yo capaz de ir a pedirle en el infierno la buena untura para mi hombre. Un peso y doce reales llevamos gastados este año en botica, y nada: como si fuese agua de la fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así, cuando no hay una triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer por la noche, mi hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice: «¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodio la untura, o yo espicho. No hagas caso del medico; no hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir; que si el quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los remedios que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que quiéraste quedar viuda. Así es que… — Jacoba metió misteriosamente la mano en el seno y extrajo, envuelto en un papelito, un objeto muy chico– aquí llevo el corazón del arca… : ¡un dobloncillo de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de él; me cumplía para mercar ropa, que casi desnuda en carnes ando; pero primero es la vida del hombre, mi comadre…. y aquí lo llevo para el ladrón de don Custodio. Asús me perdone.

La Pepona reflexionaba, deslumbrada por la vista del doblón y sintiendo en el alma una oleada tal de codicia que la sofocaba casi.
–Pero diga, mi comadre –murmuró con ahínco, apretando sus grandes dientes de caballo y echando chispas por los ojuelos–. Diga: ¿cómo hará don Custodio para pagar tantos cuartos? ¿Sabe que se cuenta por ahí? Que mercó este año muchos lugares del marqués. Lugares de los más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados de trigo de renta.

–¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males que el Señor inventó? Miedo da al entrar allí; pero cuando uno sale con la salud en la mano… Ascuche: ¿quien piensa que le quitó la «reúma» al cura de Morlán? Cinco años llevaba en la cama, baldado, imposibilitado…. y de repente un día se levanta, bueno, andando como usté y como yo. Pues, ¿que fue? La untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorlo; el posadero de Silleda? Ese fue mismo cosa de milagro. Ya le tenían puesto los santolios y traerle un agua blanca de don Custodio… y como si resucitara.

_¡Que cosas hace Dios!
–¿Dios? –contestó la Jacoba–. A saber si las hace Dios o el diaño… Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando entre en la botica…
–Acompañaré.
Cotorreando así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostela a tiempo que las campanas de la catedral y de numerosas iglesias tocaban a misa, y entraron a oírla en las Animas, templo muy favorito de los aldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio y maloliente. De allí, atravesando la plaza llamada del Pan, inundada de vendedoras de molletes y cacharros, atestada de labriegos y de caballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera de don Custodio.

Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto y que los soportales roban luz, encontrábase siempre la botica sumergida en vaga penumbra, resultado a que cooperaban también los vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces flamante y rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se estiman como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en letras góticas, rótulos que parecen fórmulas de alquimia: «Rad, Polip. Q», «Ra, Su. Eboris», «Stirac. Cala», y otros letreros de no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta, reluciente ya por el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso libro, hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos aldeanas, y que al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos años; era de rostro chupado, de hundidos ojos y sumidos carrillos, de barba picuda y gris, de calva primeriza y ya lustrosa, y con aureola de largas melenas que empezaban a encanecer: una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor alemán emparedado en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules, y realmente se la podía tomar por efigie de escultura. No habló palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba temblaba cual si tuviese azogue en las venas y la Pepona, más atrevida, fue la que echó todo el relato del asma, y de la untura, y del compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio asintió, inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos tras la cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió con un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de la mesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro, contentóse con decir:

–Úntele con esto el pecho por la mañana y por la noche — y sin más se volvió a su libro.
Miráronse las comadres, y salieron de la botica como un alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera ya, se persignó. Serían las tres de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la carretera, donde comieron un «taco» de pan y una corteza de queso duro, y echaron al cuerpo el consuelo de dos deditos de aguardiente. Luego emprendieron el retorno. La Jacoba iba alegre como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido bien medio ferrado de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún por misericordia de don Custodio. Pepona, en cambio, tenía la voz ronca y encendidos los ojos; sus cejas se juntaban más que nunca; su cuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo de nacimiento o verdugo de los infelices:

–«La renta, o salen del lugar» ¡Comadre! Allí lloré, grité, me puse de rodillas, me arranqué los pelos, te pedí por el alma de su madre y de quien tiene en el otro mundo… Él, tieso: «La renta, o salen del lugar». El atraso de ustedes ya no viene de este año, ni es culpa de la mala cosecha … Su marido bebe, y su hijo es otro que bien baila … El señor marqués le diría lo mismo… Quemado está con ustedes… Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares.» Yo repliquéle: «Señor, venderemos los bueyes y la vaquita…. y luego, ¿con qué labramos? Nos venderemos por esclavos nosotros … » «La renta, les digo…. y lárguese ya». Mismo así, empurrando, empurrando…. echóme por la puerta. ¡Ay! Hace bien en cuidar a su hombre, señora Jacoba… ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de llevar a la sepultura aquel pellejo… Si le da por enfermarse, con medicina que yo le compre no sanará.

En tales pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como en invierno anochece pronto, hicieron por atajar, internándose hacia el monte, entre espesos pinares. Oíase el toque del Angelus en algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar y confundir los objetos. Los pinos y los zarzales se esfumaban entre aquella vaguedad gris, con espectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.
–Comadre –advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba–, por Dios le encargo que no cuente en la aldea lo del unto…
–No tenga miedo, comadre… Un pozo es mi boca.
— Porque si lo sabe el señor cura, es capaz de echarnos en misa una pauliña …
–¿Y a el qué le interesa? –Pues como dicen que esta untura «es lo que es»…
–¿De que?
–¡Ave María de gracia, comadre! –susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como si los pinos pudiesen oírla y delatarla–. ¿De veras no lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el mercado, no tenían las mujeres otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban hacer trizas que llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya he pasado; pero vieja y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie en la botica. ¡La gloria Santa Minia nos valga!

–A fe, comadre, que no sé ni esto… Cuente, comadre, cuente… Callaré lo mismo que si muriera.
— ¡Pues si no hay más de que hablar, señora! ¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos, hácelos don Custodio con «unto de moza».
–¿Unto de moza…?
–De moza soltera, rojiña , que ya esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo te saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de ella, sino que, como si la tierra se las tragase, que desaparecieron y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una «trapela», y que muchacha que entra y pone el pie en la «trapela»…. ¡plas!, cae en un pozo muy hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que tiene…. y allí el boticario le arranca el unto.

Sería cosa de haberle preguntado a la Jacoba a cuántas brazas bajo tierra estaba situado el laboratorio del destripador de antaño; pero las facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que el pozo, y limitóse a preguntar con ansia mal definida:

–¿Y para «eso sólo sirve el unto de las mozas?»
–Sólo. Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera.
Pepona guardó silencio. La niebla era húmeda: en aquel lugar montañoso convertíase en «brétema», e imperceptible y menudísima llovizna cataba a las dos comadres, transidas de frío y ya asustadas por la oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara que precede al lindo vallecito de Tornelos, y desde la cual ya se divisa la torre del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:

–Mi comadre … ¿no es un lobo eso que por ahí va?
–¿Un lobo? –dijo, estremeciéndose, Pepona.
–Por allí…. detrás de aquellas piedras…. dicen que estos días ya llevan comida mucha gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza y los zapatos. ¡Asús!

El susto del lobo se repitió dos o tres veces antes que las comadres llegasen a avistar la aldea. Nada, sin embargo, confirmó sus temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de la casucha de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola en su miserable hogar. Lo primero con que tropezó en el umbral de la puerta fue con el cuerpo de Juan Ramón, borracho como una cuba, y al cual fue preciso levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole en peso a la cama. A eso de medianoche, el borracho salió de su sopor, y con estropajosas palabras acertó a preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta, y a su desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias, un cuchicheo raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído; latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero llegó un momento en que la Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó que se trasladase al otro lado de la cabaña, a la parte donde dormía el ganado. Minia cargó con su brazado de paja, y se acurrucó no lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muy cansada aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar de todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y faenas exigía la casa… Rendida de fatiga y atormentada por las singulares desazones de costumbre, por aquel desasosiego que la molestaba, aquella opresión indecible, ni acababa de venir el sueño a sus Párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensó en la Santa, y dijo entre sí, sin mover los labios: «Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo; pronto, pronto …» Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado mixto propio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las revoluciones físicas. Entonces le pareció, como la noche anterior, que veía la efigie de la mártir; sólo que, ¡cosa rara!, no era la Santa; era ella misma, la pobre rapaza, huérfana de todo amparo, quien estaba allí tendida en la urna de cristal, entre los cirios, en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática de brocado verde cubría sus hombros; la palma la agarraban sus manos pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio pescuezo, y por allí se le iba la vida, dulce e insensiblemente, en oleaditas de sangre muy suaves, que al salir la dejaban tranquila, extática, venturosa… Un suspiro se escapó del pecho de la niña; puso los ojos en blanco, se estremeció…. y quedóse completamente inerte. Su última impresión confusa fue que ya había llegado al Cielo, en compañía de la Patrona.

III

En aquella rebotica, donde, según los autorizados informes de Jacoba de Alberte, no entraba nunca persona humana, solía hacer tertulia a don Custodio las más noches un canónigo de la Santa Metropolitana iglesia, compañero de estudios del farmacéutico, hombre ya maduro, sequito como un pedazo de yesca, risueño, gran tomador de tabaco. Este tal era constante amigo e íntimo confidente de don Custodio, y, a ser verdad los horrendos crímenes que al boticario atribuía el vulgo, ninguna persona más a propósito para guardar el secreto de tales abominaciones que el canónigo don Lucas Llorente, el cual era la quintaesencia del misterio y de la incomunicación con el público profano. El silencio, la reserva más absoluta, tomaba en Llorente proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar de su vida, y acciones, aun las más leves e inocentes. El lema del canónigo era: «Que nadie sepa cosa alguna de ti.» Y aun añadía (en la intimidad de la trasbotica): «Todo lo que averigua la gente acerca de lo que hacemos o pensamos, lo convierte en arma nociva y mortífera. Vale más que invente que no edifique sobre el terreno que te ofrezcamos nosotros mismos.»

Por este modo de ser y por la inveterada amistad, don Custodio le tenía por confidente absoluto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntos graves, y sólo de Él se aconsejaba en los casos peligrosos o difíciles. Una noche en que, por señas, llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba a trechos, encontró Llorente al boticario agitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar el canónigo se arrojó hacia él, y tomándole las manos y arrastrándole hacia el fondo de la rebotica, donde, en vez de la pavorosa «trapela» y el pozo sin fondo, había armarios, estantes, un canapé y otros trastos igualmente inofensivos, le dijo con voz angustiosa:

–¡Ay amigo Llorente! ¡De qué modo me pesa haber seguido en todo tiempo sus consejos de usted, dando pábulo a las hablillas de los necios! A la verdad, yo debí desde el primer día desmentir cuentos absurdos y disipar estúpidos rumores… Usted me aconsejó que no hiciese nada, absolutamente nada, para modificar la idea que concibió el vulgo de mí, gracias a mi vida retraída, a los viajes que realicé al extranjero para aprender los adelantos de mi profesión, a mi soltería y a la maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un poco) de que dos criadas…. jóvenes…. hayan tenido que marcharse secretamente de casa, sin dar cuenta al público de los motivos de su viaje … ; porque…. ¿qué calabazas le importaba al público los tales motivos, me hace usted el favor de decir? Usted me repetía siempre: «Amigo Custodio, deje correr la bola; no se empeñe nunca en desengañar a los bobos, que al fin no se desengañan, e interpretan mal los esfuerzos que se hacen para combatir sus preocupaciones. Que crean que usted fabrica sus ungüentos con grasa de difunto y que se los paguen más caros por eso, bien; dejadles, dejadles que rebuznen. Usted véndales remedios buenos, y nuevos de la farmacopea moderna, que asegura usted está muy adelantada allá en los países extranjeros que usted visitó. Cúrense las enfermedades, y crean los imbéciles que es por arte de birlibirloque. La borricada mayor de cuantas hoy inventan y propalan los malditos liberales es esa de «ilustrar a las multitudes». ¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele. Es y será eternamente un hatajo de babiecas, una recua de jumentos. Si le presenta usted las cosas naturales y racionales, no las cree. Se pirra por lo raro, estrambótico, maravilloso e imposible. Cuanto más gorda es una rueda de molino, tanto más aprisa la comulga. Conque, amigo Custodio, usted deje de andar la procesión, y si puede, apande el estandarte…Este mundo es una danza…

–Cierto –interrumpió el canónigo, sacando su cajita de rapé y torturando entre las yemas el polvito–; eso te debí decir; y qué, ¿tan mal le ha ido a usted con mis consejos? Yo creí que el cajón de la botica estaba de duros a reventar, y que recientemente había usted comprado unos lugares muy hermosos en Valeiro.

–¡Los compré, los compré; pero también los amargo! — exclamó el farmacéutico–. ¡Si le cuento a usted lo que me ha pasado hoy! Vaya, discurra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Por mucho que prense el entendimiento para idear la mayor barbaridad … , lo que es con esta no acierta usted, ni tres como usted.

–¿Qué ha sido ello?
–¡Verá, verá! Esto es lo gordo. Entra hoy en mi botica, a la hora en que estaba completamente sola, una mujer de la aldea, que ya había venido días atrás con otra a pedirme un remedio para el asma: una mujer alta, de rostro duro, cejijunta, con la mandíbula saliente, la frente chata y los ojos como dos carbones. Un tipo imponente, créalo usted. Me dice que quiere hablarme en secreto y después de verse a solas conmigo en el sitio seguro, resulta… ¡Aquí entra lo mejor! Resulta que viene a ofrecerme el unto de una muchacha, sobrina suya, casadera ya, virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en fin, para que el unto convenga a los remedios que yo acostumbro hacer.. ¿Qué dice usted a eso, canónigo? A tal punto hemos llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente que yo destripo a las mozas, y que con las mantecas que les saco compongo esos remedios maravillosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a los difuntos. La mujer me lo aseguró. ¿Lo está usted viendo? ¿Comprende la … ancha que sobre mí ha caído? Soy el terror de las aldeas, el espanto de las muchachas y el ser más aborrecible y más cochino que puede concebir la imaginación.
Un trueno lejano y profundo acompañó las últimas palabras del boticario. El canónigo se reía, frotando sus manos sequitas y meneando alegremente la cabeza. Parecía que hubiere logrado un grande y apetecido triunfo.
–Yo sí que digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Ve cómo son todavía más bestias, animales, cinocéfalos y mamelucos de lo que yo mismo pienso? ¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayor barbaridad, el desatino de más grueso calibre y la burrada más supina? Basta que usted sea el hombre más sencillo, bonachón y pacífico del orbe; basta que tenga usted ese corazón blanducho, que se interese usted por las calamidades ajenas, aunque le importen un tábano; que sea usted incapaz de matar a una mosca y sólo piense en sus librotes, en sus estudios, y en sus químicas, para que los grandísimos salvajes le tengan por monstruo horrible, asesino, reo de todos los crímenes y abominaciones.

–Pero ¿quién habrá inventado estas calumnias, Llorente?
–¿Quien? La estupidez universal…. forrada en la malicia universal también. La bestia del apocalipsis…, que es el vulgo, créame, aunque San Juan no lo haya dejado muy claramente dicho.

–¡Bueno! Así será; pero yo, en lo sucesivo, no me dejo calumniar más. No quiero; no, señor. ¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me descuide, una chica muerta por mi culpa! Aquella fiera, tan dispuesta a acogotarla. Figúrese usted que repetía: «La despacho y la dejo en el monte, y digo que la comieron los lobos. Andan muchos por este tiempo del año, y verá cómo es cierto, que al día siguiente aparece comida.» ¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que me costó convencer a aquella caballería mayor de que ni yo saco el unto a nadie ni he soñado en tal! Por más que la repetía: «Eso es una animalada que corre por ahí, una infamia, una atrocidad, un desatino, una picardía; y como yo averigüe quien es el que lo propala, a ése sí que le destripo», la mujer, firme como un poste, y erre que erre. «Señor, dos onzas nada más.. Todo calladito, todo calladito… En dos onzas, tiene los untos. Otra proporción tan buena no la encuentra nunca.» ¡Qué víbora malvada! Las Furias del infierno deben de tener una cara así… Le digo a usted que me costó un triunfo persuadirla. No quería irse. A poco la echo con un garrote.
–¡Y ojalá que la haya usted persuadido! –articuló el canónigo, repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaquera entre los dedos–. Me temo que ha hecho usted un pan como unas hostias. ¡Ay Custodio! La ha errado usted. Ahora sí que juro yo que la ha errado.
–¿Qué dice usted, hombre, o canónigo, o demonio? — exclamó el boticario, saltando en su asiento alarmadísimo.
–Que la ha errado usted. Nada, que ha hecho una tontería de marca mayor por figurarse, como siempre, que en esos brutos cabe una chispa de razón natural, y que es lícito y conducente para algo el decirles la verdad y argüirles con ella y alumbrarlos con las luces del intelecto. A tales horas, probablemente la chica está en la gloria, tan difunta como mi abuela… Mañana por la mañana, o pasado le traen el unto envuelto en un trapo… ¡Ya lo verá!

–Calle, calle… No puedo oír eso. Eso no cabe en cabeza humana… ¿Yo qué debí hacer? ¡Por Dios, no me vuelva loco!
–¿Que qué debió hacer? Pues lo contrario de lo razonable, lo contrario de lo que haría usted conmigo o con cualquiera otra persona capaz de sacramentos, y aunque quizá tan mala como el populacho, algo menos bestia… Decirles que sí, que usted compraba el unto en dos onzas, o en tres, o en ciento…

–Pero entonces…
–Aguarde, deje me acabar.. Pero que el unto sacado por ellos de nada servía. Que usted en persona tenía que hacer la operación y, por consiguiente, que le trajesen a la muchachita sanita y fresca… Y cuando la tuviese segura en su poder, ya echaríamos mano de la justicia para prender y castigar a los malvados… ¿Pues no ve usted claramente que ésa es una criatura de la cual se quieren deshacer, que les estorba, o porque es una boca más o porque tiene algo y ansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido que una atrocidad así se decide en un día, pero se prepara y fermenta en la conciencia a veces largos años? La chica está sentenciada a muerte. Nada; crea usted que a estas horas…

Y el canónigo blandió la tabaquera, haciendo el expresivo ademán del que acogota.
–¡Canónigo, usted acabará conmigo! ¿Quien duerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo la yegua y me largo a Tornelos…

Un trueno más cercano y espantoso contestó al boticario que su resolución era impracticable. El viento mugió y la lluvia se desencadenó furiosa, aporreando los vidrios.
–¿Y usted afirma –preguntó con abatimiento don Custodio– que serán capaces de tal iniquidad?

–De todas. Y de inventar muchísimas que aún no se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y es hermana del crimen!
–Pues usted –arguyó el boticario– bien aboga por la perpetuidad de la ignorancia.

–¡Ay amigo mío! –respondió el oscurantista–. ¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesario y eterno, de tejas abajo, en este pícaro mundo! Ni del mal ni de la muerte conseguiremos jamás vernos libres.

¡Qué noche pasó el honrado boticario, tenido, en concepto del pueblo, por el monstruo más espantable ya quien tal vez dos siglos antes hubiesen procesado acusándole de brujería!

Al amanecer echó la silla a la yegua blanca que montaba en sus excursiones al campo y tomó el camino de Tornelos. El molino debía de servirle de seña para encontrar presto lo que buscaba.
El sol empezaba a subir por el cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado y sin nubes, de una limpidez radiante. La lluvia que cubría las hierbas se evaporaba ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales por la noche. El aire diáfano y transparente, no excesivamente frío, empezaba a impregnarle de olores ligeros que exhalaban los mojados pinos. Una pega, manchada de negro y blanco, saltó casi a los pies del caballo de don Custodio. Una liebre salió de entre los matorrales, y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delante del boticario.

Todo anunciaba uno de esos días espléndidos de invierno que en Galicia suelen seguir a las noches tempestuosas y que tienen incomparable placidez, y el boticario, penetrado por aquella alegría del ambiente, comenzaba a creer que todo lo de la víspera era un delirio, una pesadilla trágica o una extravagancia de su amigo. ¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, de un modo tan bárbaro e inhumano? Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah! En el molino, a tales horas, de fijo que estarían preparándose a moler el grano. Del santuario de Santa Minia venía, conducido por la brisa, el argentino toque de la campana, que convocaba a la misa primera. Todo era paz, amor y serena dulzura en el campo…

Don Custodio se sintió feliz y alborozado como un chiquillo, y sus pensamientos cambiaron de rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita y humilde… se la llevaría consigo a su casa, redimiéndola de la triste esclavitud y del peligro y abandono en que vivía. Y si resultaba buena, leal, sencilla, modesta, no como aquellas dos locas, que la una se había escapado a Zamora con un sargento, y la otra andando en malos pasos con un estudiante, para que al fin resultara lo que resultó y la obligó a esconderse… Si la molinerita no era así, y al contrario, realizaba un suave tipo soñado alguna vez por el empedernido solterón….entonces, ¿quien sabe, Custodio? Aún no eres tan viejo que…

Embelesado con estos pensamientos, dejó la rienda a la yegua…. y no reparó que iban metiéndose monte adentro, monte adentro, por lo más intrincado y áspero de él. Notólo cuando ya llevaba andado buen trecho del camino. Volvió grupas y lo desanduvo; pero con poca fortuna, pues hubo de extraviarse más, encontrándose en un sitio riscoso y salvaje. Oprimía su corazón, sin saber por que, extraña angustia.

De repente, allí mismo, bajo los rayos del sol, del alegre, hermoso, que reconcilia a los humanos consigo mismos y con la existencia, divisó un bulto, un cuerpo muerto, el de una muchacha… Su doblada cabeza descubría la tremenda herida del cuello. Un «mantelo» tosco cubría la mutilación de las despedazadas y puras entrañas; sangre alrededor, desleída ya por la lluvia, las hierbas y malezas pisoteadas, y en tomo, el gran silencio de los altos montes y de los solitarios pinares…

IV

A Pepona la ahorcaron en La Coruña. Juan Ramón fue sentenciado a presidio. Pero la intervención del boticario en este drama jurídico bastó para que el vulgo le creyese más destripador que antes, y destripador que tenía la habilidad de hacer que pagasen justos por pecadores, acusando a otros de sus propios atentados. Por fortuna, no hubo entonces en Compostela ninguna jarana popular; de lo contrario, es fácil que le pegasen fuego a la botica, lo cual haría frotarse las manos al canónigo Llorente, que veía confirmadas sus doctrinas acerca de la estupidez universal e irremediable.

EL PEATON

Ray Bradbury nos cuenta que tenía la costumbre de salir a pasear de noche cuando un coche de policía se detuvo para interrogarle y esto dio pie a que escribiera «El peatón». La historia fue escrita en 1951 y sorprende con cuánto acierto Bradbury predijo ciertas cosas que vemos en nuestra sociedad actual, como los coches sin conductor y la vida de la gente recluida en casa sin salir a respirar el aire exterior y contemplando la realidad interpretada por las pantallas de televisión.

EL PEATÓN – RAY BRADBURY

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys ? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero… —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz—. Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par—. Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead…
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro—. Pero…
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
—Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

La breve vida feliz de Francis Macomber

Ernest Hemingway

Ahora era hora de comer y estaban sentados bajo la doble lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada.
—¿Queréis zumo de lima o limonada? —preguntó Macomber.
—Yo tomaré un gimlet —le dijo Robert Wilson.
—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo —dijo la mujer de Macomber.
—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—. Dígale que prepare tres gimlets.
El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.
—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.
—Una libra sería más que suficiente —le dijo Wilson—. No querrá malcriarlos.
—¿El capataz lo repartirá?
—Desde luego.
Media hora antes Francis Macomber había sido triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada, él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.
—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—, y un león condenadamente bueno.
La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson. Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.
—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber. Ahora su esposa le miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera visto.
A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de los colgadores del palo de la tienda.
—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su marido.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que hizo. Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la dirigió a Wilson.
—No hablemos del león —dijo ella.
Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora fue ella quien le sonrió.
—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si no lo recuerda.
—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.
—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le dijo ella, y volvió a sonreír.
—La bebida —dijo Wilson.
—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero la cara nunca se le pone roja.
—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un chiste.
—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.
—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?
—Pero si acabo de empezar.
—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.
—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.
—No seas tonta, Margot —dijo su marido.
—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un león magnífico.
Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.
—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa, resistente al sol.
—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y otra…
—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa cruz el resto de mi vida.
—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes —dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.
—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos, nunca olvidaré lo que hizo por mí.
—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.
De modo que se quedaron sentados a la sombra. Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque. Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba pálido.
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.
—Nada. Le he dicho que se espabilara o me encargaría de que le dieran quince de los buenos.
—¿Quince qué? ¿Azotes?
—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos multarlos.
—¿Y usted aún los azota?
—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.
—¡Qué raro! —dijo Macomber.
—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—. Usted, ¿qué preferiría, perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?
Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:
—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe, de uno u otro modo.
Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué diplomático soy.
—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber, todavía sin mirarle—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?
—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club? —Ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un maldito cobarde es un maldito cabrón, se dijo. Me caía bastante bien hasta hoy. Pero con los americanos nunca se sabe.
—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.
Acababa de decidir que lo mip fácil sería romper cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer. Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Le insultaría y romperían limpiamente su amistad. Luego podría leer algún libro a la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.
—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara de americano que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas furtiva, la hermosa nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.
Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, y el miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.
—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó Wil
son—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale nunca por piernas.
—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo Macomber. Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se preguntó Wilson.
Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió la sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los ojos cuando estaba ofendido.
—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos —dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?
—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. Desde luego, no se sabía nunca con estos americanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber. Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero claro, no podía. Aquella había sido una mala mañana con ganas.
—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda, parecía haberse refrescado y se la veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se dijo Wilson, no, no era estúpida.
—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te encuentras mejor, Francis, tesoro?
—Oh, mucho mejor —dijo Francis.
—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret, sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones? No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?
—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo que sea. —Son las más duras del mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson. Dio gracias por haber aprobado ya la asignatura de las mujeres americanas, porque aquella era muy atractiva.
—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a Margaret.
—Yo iré —dijo ella.
—No, no irá.
—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?
—¿Por qué no te quedas en el campamento?
—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.
Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa crueldad femenina americana. No hay quien pueda con ellas. Desde luego, no hay quien pueda con ellas
—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo Francis Macomber.
—Usted no viene —dijo Wilson.
—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y tengo muchísimas ganas de verle actuar de nuevo. Esta mañana ha estado fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.
—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Está contenta, ¿verdad?
—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.
—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.
—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana. No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.
—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.
—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan como liebres, ¿verdad?
—Supongo que es una manera de describirlos —dijo Wilson. —La carne es muy buena —dijo Macomber.
—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—Solo si te caen encima —dijo Wilson.
—Me alegra saberlo.
—¿Por qué no dejas de joder, Margot? —dijo Macomber, cortando el bistec de alce africano y colocando un poco de puré de patata, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo de carne.
—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has expresado tan finamente.
—Esta noche brindaremos con champán por el león —dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.
—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado el león!
Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.
—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret cortésmente.
Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie debajo del gran árbol, y le pareció más guapa que hermosa, con su cansa caqui levemente rosada, el pelo negro echado para atrás y recogido en una trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.
En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y salieron del coche y acecharon un viejo macho de cuernos largos y de gran envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida, los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante, con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en sueños.
—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un objetivo pequeño.
—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.
—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no tendrá ningún problema.
—¿Cree que mañana encontraremos algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a pacer a primera hora de la mañana, y con suerte podemos pillarlos en campo abierto.
—Me gustaría poder borrar lo del león —dijo Macomber—. No es muy agradable que tu esposa te vea hacer algo así.
Yo hubiera dicho que era aún más desagradable hacerlo, se dijo Wilson, con esposa o sin esposa, o hablar de ello tras haberlo hecho. Pero lo que dijo fue:
—Yo no pensaría más en eso. Cualquiera puede asustarse al ver un león por primera vez. Asunto concluido.
Pero aquella noche, después de la cena y un whisky con soda junto al fuego antes de irse a la cama, mientras Francis Macomber estaba echado en la cama y escuchaba los ruidos de la noche, no todo había concluido. Ni había concluido ni estaba empezando. Estaba ahí exactamente como había ocurrido, con algunas partes indeleblemente subrayadas, y él se sentía triste y avergonzado. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y hueco en su interior. El miedo seguía allí como un hueco frío y viscoso, y en el lugar que antes ocupaba su seguridad en sí mismo se abría un vacío, y eso le provocaba náuseas. Y ahora seguía con él.
Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba. Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo. Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida. No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él. Por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los limites del campamento.
—Parece un viejo —dijo Robert Wilson, levantando la mirada de sus arenques ahumados y su café—. Escuche cómo tose.
—¿Está muy cerca?
—Más o menos a un kilómetro y medio río arriba.
—¿Lo veremos?
—Echaremos un vistazo.
—¿Llega tan lejos su rugido? Se oye como si estuviera en el campamento.
—Se le puede oír desde muy lejías —dijo Robert Wilson—. Es curioso lo lejos que puede llegar. Esperemos que sea un gato que valga la pena cazar. Los criados dijeron que había uno muy grande por aquí.
—Si le disparo, ¿dónde debo apuntar para detenerle? —preguntó Macomber.
—Entre los hombros —dijo Wilson—. En el cuello si cree que podrá darle. Busque el hueso. Derríbelo.
—Espero darle en el lugar adecuado —dijo Macomber.
—Usted dispara muy bien —le dijo Wilson—. Tómese su tiempo. Asegure el tiro. El primero es el que cuenta.
—¿A qué distancia estará?
—No se sabe. En eso el león también dice la suya. No dispare hasta que esté lo bastante cerca para asegurar el tiro.
—¿A menos de cien metros? —preguntó Macomber. Wilson lo miró rápidamente.
—Cien metros está bien. Puede que tenga que ser un poco menos. No se arriesgue a disparar a más distancia. Cien metros es una distancia razonable. A esa distancia le dará siempre que quiera. Ahí viene la memsahib.
—Buenos días —dijo Margaret—. ¿Vamos a ir a por el león? —En cuanto acabe de desayunar —dijo Wilson—. ¿Cómo se siente? —De maravilla —dijo ella—. Estoy muy emocionada.
—Iré a supervisar que todo esté a punto. —Wilson se marchó. Cuando se iba, el león volvió a rugir.
—Viejo gruñón —dijo Wilson—. Te haremos callar.
—¿Qué pasa, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada —dijo Macomber.
—Sí, algo te pasa —dijo ella—. ¿Por qué estás tan alterado? —No me pasa nada —dijo él.
—Dímelo —dijo ella mirándolo—. ¿No te encuentras bien? —Son esos condenados rugidos —dijo—. Lleva así toda la noche, ¿sabes?
—¿Por qué no me has despertado? —dijo ella—. Me habría encantado oírlo.
—Tengo que matar a ese maldito animal —dijo Macomber, abatido.
—Bueno, para eso estás aquí, ¿no?
—Sí. Pero estoy nervioso. Oír esos rugidos me pone los nervios de punta.
—Bueno, pues como dijo Wilson, mátalo y acaba con esos rugidos.
—Sí, cariño —dijo Francis Macomber—. Es fácil de decir, ¿verdad?
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero estoy nervioso después de oírlo rugir toda la noche.
—Dispararás de maravilla y lo matarás —dijo ella—. Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.
—Acaba tu desayuno y nos pondremos en marcha.
—Aún no es de día —dijo ella—. Es una hora ridícula. Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y en un gruñido intenso y cavernoso.
—Suena casi como si estuviera aquí —dijo la mujer de Macomber.
—Dios mío —dijo Macomber—. Odio ese condenado ruido. —Es de lo más impresionante.
—Impresionante. Es aterrador.
Robert Wilson apareció sonriegte con su Gibbs de calibre 505, feo, chato y de boca sorprendentemente grande.
—Vamos —dijo—. Su porteador de armas ya tiene el Springfield y el rifle de gran calibre. Todo está en el coche. ¿Lleva la munición?
—Sí.
—Estoy lista —dijo la mujer de Macomber.
—Hay que hacer que deje de armar tanto jaleo —dijo Wilson—. Siéntese delante. La memsahib puede ir detrás conmigo.
Subieron al coche, y en el gris de la primera luz del día remontaron el río entre los árboles. Macomber abrió la recámara de su rifle y vio las balas con sus casquillos metálicos, echó el cerrojo y puso el seguro. Vio que le temblaba la mano. Se metió la mano en el bolsillo y tocó los cartuchos que llevaba, y pasó los dedos por los cartuchos que llevaba en las presillas de la pechera de la chaqueta. Se volvió hacia Wilson, sentado en la parte de atrás del vehículo, sin puerta y cuadrado, junto a su mujer, los dos sonriendo de la emoción, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:
—Fíjese en cómo bajan los pajarracos. Eso significa que el abuelete ha abandonado su presa.
En la otra ribera del río Macomber vio, por encima de los árboles, buitres dando vueltas y bajando en picado.
—Es probable que se acerque a beber por aquí —le susurró Wilson—. Antes de echarse un rato. Mantenga los ojos abiertos.
Conducían lentamente por la elevada ribera del río, que en aquel lugar caía en picado hasta el lecho lleno de rocas, y avanzaron serpenteando entre los árboles. Macomber estaba atento a la otra orilla cuando notó que Wilson lo agarraba del brazo. El coche se detuvo.
—Ahí está —oyó decir en un susurro—. Vaya hacia delante y a la derecha. Baje y mátelo. Es un león maravilloso.
Entonces Macomber vio el león. Estaba de pie, casi de lado, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La brisa de primera hora de la mañana que soplaba hacia ellos le revolvía la oscura melena, y el león parecía enorme, perfilado sobre la orilla del río a la luz gris de la mañana, los hombros pesados, su cuerpo, en forma de tonel, formando una curva suave.
—¿A qué distancia está? —preguntó Macomber, levantando el rifle.
—A unos setenta y cinco metros. Baje y mátelo.
—¿Por qué no le disparo desde donde estoy?
—No se dispara desde el coche —oyó que Wilson le decía al oído—. Baje. No va a quedarse ahí todo el día.
Macomber salió por la abertura curva que había al lado del asiento delantero, primero puso el pie en el estribo y luego en el suelo. El león permanecía allí, mirando majestuosa y fríamente hacia ese objeto que sus ojos solo le mostraban en silueta, y que abultaba como un superrinoceronte. No le llegaba olor de hombre, y contemplaba el objeto moviendo su gran cabeza de un lado a otro. A continuación, mientras seguía contemplando el objeto, sin temor, pero vacilando antes de bajar a beber a la orilla con un cosa así delante de él, vio la figura de un hombre separarse del objeto; volvió su pesada cabeza para alejarse hacia el resguardo de los árboles cuando oyó un estampido, casi un chasquido, y sintió el impacto de una sólida bala del 30-06 que le perforó el flanco y le desgarró el estómago causándole una náusea repentina y caliente. Echó a trotar, pesado, con sus grandes patas, balanceando el vientre herido, a través de los árboles en dirección a las hierbas altas, donde podría protegerse, y el estampido se repitió y lo oyó pasar desgarrando el aire. Hubo otro estampido y sintió el golpe en las costillas inferiores y cómo la bala lo penetraba, laiangre caliente y espumosa en la boca, y galopó hacia las hierbas altas, donde podría acurrucarse y no ser visto y atraer esa cosa que provocaba esos estampidos lo bastante cerca para dar un salto y coger al hombre que la esgrimía.
Cuando Macomber salió del coche no pensaba en lo que el león sentiría. Solo sabía que las manos le temblaban, y mientras se alejaba del coche le parecía casi imposible conseguir mover las piernas. Tenía los muslos agarrotados, pero sentía el pálpito de los músculos. Levantó el rifle, apuntó a la inserción de la cabeza del león entre los hombros y apretó el gatillo. No pasó nada, y eso que apretó hasta que pensó que se le iba a romper el dedo. Entonces se dio cuenta de que no había quitado el seguro, y cuando bajó el rifle para quitarlo avanzó otro paso helado, y el león, al ver cómo su silueta se separaba de la silueta del coche, se volvió e inició un trotecillo, y, cuando Macomber disparó, oyó un golpe sordo que significaba que la bala había dado en el blanco; pero el león seguía moviéndose. Macomber volvió a disparar y todos vieron que la bala levantó una salpicadura de tierra, y el león siguió trotando. Volvió a disparar, acordándose de que debía apuntar más abajo, y todos oyeron el impacto de la bala en el blanco, y el león pasó a galopar y ya estaba en medio de las hierbas altas antes de que Macomber hubiera tenido tiempo de cargar el rifle.
Macomber comenzó a sentir náuseas, le temblaban las manos que sostenían el Springfield, aún en posición de disparo, y su esposa y Robert Wilson estaban a su lado. Y también los dos porteadores de armas, hablando entre ellos en wakamba.
—Le he dado —dijo Macomber—. Le he dado dos veces.
—Le dio en las tripas y luego un poco más adelante —dijo Wilson sin entusiasmo. Los porteadores de armas parecían muy serios. Ahora callaban.
—Puede que lo haya matado —prosiguió Wilson—. Tendremos que esperar un poco antes de ir a averiguarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esperaremos a que se desangre un poco antes de ir a buscarlo.
—Oh —dijo Macomber.
—Es un león de primera —dijo Wilson con alegría—. Aunque se ha metido en un mal sitio.
—¿Por qué es un mal sitio?
—Porque no podrá verlo hasta que lo tenga encima.
—Ah —dijo Macomber.
—Vamos —dijo Wilson—. La memsahib puede quedarse en el coche. Le echaremos un vistazo al rastro de sangre.
—Quédate aquí, Margot —le dijo Macomber a su mujer. Tenía la boca muy seca y le costaba mucho hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque lo dice Wilson.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Wilson—. Quédese aquí. Incluso lo verá mejor desde aquí.
—Muy bien.
Wilson le habló en swahili al conductor. Este asintió y dijo:
—Sí, bwana.
A continuación bajaron la empinada orilla y cruzaron el río, trepando por encima de las rocas y sorteándolas y subieron a la otra ribera, ayudándose de algunas raíces que sobresalían, y siguieron la ribera hasta llegar al lugar por donde había trotado el león cuando Macomber le disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los porteadores de armas señalaron con unos tallos, y el reguero se escurría hasta los árboles de la ribera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Macomber.
—No tenemos muchas opcic, nes —dijo Wilson—. No podemos traer el coche. La orilla es demasiado empinada. Dejaremos que se agarrote un poco y luego usted y yo iremos a buscarlo.
—¿No podríamos prender fuego a la hierba? —preguntó Macomber.
—Demasiado verde.
—¿No podemos enviar batidores?
Wilson lo miró de arriba abajo.
—Claro que podemos —dijo—. Pero es casi un asesinato. Verá, sabemos que el león está herido. A un león que no está herido se le puede empujar. Irá avanzando, huyendo del ruido. Pero un león herido está dispuesto a atacar. No lo ve hasta que lo tiene encima. Se quedará totalmente pegado al suelo en un escondrijo en el que se diría que no cabe ni una liebre. No parece muy acertado enviar a los criados a este tipo de espectáculo. Alguien podría resultar malherido.
—¿Y los porteadores de armas?
—Oh, ellos vendrán con nosotros. Es su shauri. Han firmado un contrato para eso, ¿sabe? Aunque tampoco se les ve muy contentos, ¿no cree?
—No quiero meterme ahí —dijo Macomber. Le salió antes de saber lo que decía.
—Ni yo —dijo Wilson alegremente—. Aunque la verdad es que no tengo elección. —Entonces, como si no se le hubiera ocurrido hasta ese momento, miró a Macomber y de repente se dio cuenta de que temblaba y de su patética expresión.
—Naturalmente, no tiene por qué hacerlo —dijo—. Para eso me ha contratado, sabe. Por eso soy tan caro.
—¿Quiere decir que irá solo? ¿Por qué no lo dejamos allí?
Robert Wilson, que hasta ese momento solo se había preocupado del león y del problema que presentaba, y que no había pensado en Macomber excepto para darse cuenta de que estaba hablando demasiado, súbitamente se sintió como el que abre la puerta equivocada de una habitación de hotel y ve algo vergonzoso.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué no lo dejamos allí?
—¿Quiere decir que finjamos que no le hemos dado?
—No. Simplemente dejarlo ahí.
—Eso no se hace.
—¿Por qué?
—Para empezar, seguro que está sufriendo. Además, otros podrían tropezarse con él.
—Entiendo.
—Pero usted se puede quedar al margen.
—Me gustaría ir —dijo Macomber—. Es solo que estoy asustado.
—Yo iré delante —dijo Wilson— y Kongoni irá el último. Manténgase detrás de mí y ligeramente a un lado. Muy probablemente le oiremos gruñir. Si le vemos, dispararemos los dos. No se preocupe por nada. Le cubriré. De hecho, sería mejor que no viniera. Sería mucho mejor. ¿Por qué no se va con la memsahib mientras yo me encargo de todo?
—No, quiero ir.
—Muy bien —dijo Wilson—. Pero no venga si no quiere. Este es mi shauri, ¿sabe?
—Quiero ir —dijo Macomber.
Se sentaron bajo un árbol y fumaron.
—¿Quiere volver y hablar con la memsahib mientras esperamos? —preguntó Wilson.
—No.
—Iré yo y le diré que tenga p7ciencia.
—Bueno —dijo Macomber. Se quedó allí sentado, con las axilas sudadas, la boca seca, sintiendo un vacío en el estómago, queriendo reunir el valor para decirle a Wilson que liquidara el león sin él. No podía saber que Wilson estaba furioso por no haberse dado cuenta antes del estado en que se encontraba y no haberle mandado con su mujer. Mientras estaba allí sentado apareció Wilson.
—He traído el rifle de gran calibre —dijo—. Cójalo. Creo que ya le hemos dado tiempo. Vamos.
Macomber cogió el rifle de gran calibre y Wilson dijo: —Manténgase unos cinco metros detrás de mí y a la derecha y haga exactamente lo que le diga.
A continuación habló en swahili con los dos porteadores de armas, que ponían cara de funeral.
—Vamos —dijo.
—¿Podría beber un sorbo de agua? —preguntó Macomber. Wilson le dijo algo al porteador de más edad, que llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre se la quitó, desenroscó el tapón y se la entregó a Macomber, que la cogió pensando que parecía muy pesada y notando la envoltura de fieltro peluda y barata. La levantó para beber y miró delante de él, las hierbas altas y los árboles de copas aplanadas que había detrás. Soplaba brisa en dirección a ellos, y la hierba se ondulaba suavemente al viento. Miró al porteador y se dio cuenta de que también él sentía miedo.
A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite; sentía náuseas a causa de la herida en el vientre, y la herida de los pulmones lo había debilitado, haciendo aflorar una fina espuma roja en la boca cada vez que respiraba. Tenía los flancos mojados y calientes, y las moscas se arremolinaban en torno a los pequeños orificios que las balas habían abierto en su pellejo pardo; sus grandes ojos amarillos, entrecerrados con odio, miraban en línea recta, y solo parpadeaban cuando le llegaba el dolor, al respirar, y sus garras se clavaban en la tierra blanda y recocida. Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar. Oía hablar a los hombres y esperaba, haciendo acopio de todas sus fuerzas para acometer en cuanto los hombres se adentraran en la hierba. Cuando oía las voces la cola se le tensaba y la sacudía arriba y abajo, y, cuando se acercaron al límite de las hierbas, emitió su medio gruñido mezclado con tos y atacó.
Kongoni, el porteador de más edad, en cabeza siguiendo el rastro de sangre; Wilson, que vigilaba las hierbas atento a cualquier movimiento, el rifle de gran calibre a punto; el segundo porteador, mirando delante y escuchando; Macomber, cerca de Wilson con el rifle montado; acababan de adentrarse en la hierba cuando Macomber oyó el medio gruñido mezclado con tos ahogado de sangre y vio el movimiento que silbaba entre las hierbas. Cuando se dio cuenta estaba corriendo; corriendo desaforadamente, presa del pánico en campo abierto, corriendo hacia el río.
Oyó el ¡patapum! del rifle de gran calibre de Wilson, seguido de un segundo ¡patapum!, y al volverse vio el león, que ahora tenía un aspecto horrible y al que parecía faltarle la mitad de la cabeza, arrastrándose hacia Wilson en el límite de las altas hierbas, mientras el hombre de cara roja manipulaba el cerrojo de su rifle feo y chato y apuntaba cuidadosamente, y otro ¡patapum! salía de la boca, y la mole reptante, pesada y amarilla del león se quedaba rígida, la enorme cabeza mutilada se deslizaba hacia delante, y Macomber, solo en el claro al que había llegada corriendo, empuñando un rifle cargado mientras dos negros y un blanco lo miraban con desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson, cuya estatura parecía toda ella un puro reproche, y Wilson lo miró y le dijo:
—¿Quiere sacar fotos?
—No —dijo Macomber.
No dijeron nada más hasta llegar al coche. Entonces Wilson dijo:
—Un león de primera. Los criados lo despellejarán. Nosotros nos podemos quedar a la sombra.
La esposa de Macomber no le había dirigido la mirada, ni él a ella, y Macomber se había sentado junto a ella en el asiento de atrás, mientras Wilson iba delante. En una ocasión le cogió la mano sin dirigirle la vista, y ella la apartó. Al mirar hacia al otro lado del río, donde los porteadores de armas desollaban el león, se dio cuenta de que ella lo había visto todo. Mientras estaban allí sentados, su mujer extendió el brazo y puso la mano en el hombro de Wilson. Este se volvió y ella se inclinó hacia delante por encima del asiento y le besó en la boca.
—Oh, vaya —dijo Wilson, poniéndose más rojo aún de lo que era su color natural.
—El señor Robert Wilson —dijo ella—. El guapo señor Wilson de cara roja.
A continuación volvió a sentarse al lado de Macomber y miró hacia el otro lado del río, donde yacía el león, con las patas delanteras desnudas y levantadas, a la vista los blancos músculos y los tendones, y la barriga blanca e hinchada, mientras los negros le iban arrancando la piel. Al final los porteadores cargaron la piel, húmeda y pesada, y se subieron a la parte de atrás del coche, enrollándola antes de subir, y partieron. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.
Esa era la historia del león. Macomber no sabía lo que el león había sentido antes de echar a correr, ni cuando atacó, cuando la increíble descarga de un 505 con una velocidad de salida de dos toneladas le dio en el morro, ni lo que lo impulsó a seguir avanzando, cuando el segundo estampido le destrozó las patas traseras y continuó arrastrándose hacia ese objeto que retumbaba y explotaba y le había destruido. Wilson sí sabía algo de lo que sentía el león, y lo había expresado diciendo: «Un león de primera», pero Macomber tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de Wilson acerca de todo eso. Tampoco sabía lo que sentía su esposa, más allá de que no quería saber nada de él.
Su mujer ya se había enfadado con él otras veces, pero nunca duraba. Él era muy rico, y seria mucho más rico, y sabía que ella no le abandonaría nunca. Era una de las pocas cosas que sabía de verdad. Sabía eso, de motos —eso fue antes—, de coches, de cazar patos, de pesca, salmón, trucha y en alta mar, de sexo en los libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de pista, de perros, no mucho de caballos, de no perder el dinero que tenía, de casi todas las demás cosas que tenían que ver con su mundo, y que su mujer no le dejaría. Su mujer había sido una gran belleza, y seguía siendo una gran belleza en África, pero en su país ya no era una belleza tan llamativa como para dejarlo y encontrar algo mejor, y ella lo sabía y él lo sabía. A ella se le había pasado la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiese sido mejor con las mujeres probablemente a ella habría comenzado a preocuparle que él pudiera encontrar una nueva y bella esposa; pero ella le conocía demasiado bien y sabía que no tenía que preocuparse. Además, él siempre había sido muy tolerante, cosa que parecería la mejor de sus virtudes de no ser la más siniestra.
Con todo, se les consideraba una pareja relativamente feliz, una de esas parejas de las que siipre se rumorea que se van a separar pero nunca ocurre, y, tal como lo expresó un columnista de sociedad, añadían más que una pizca de aventura a su tan envidiado e imperecedero romance mediante un safari en lo que se conocía como el «Africa más oscura» hasta que Martin Johnson la iluminó en tantas pantallas cinematográficas, donde perseguían al viejo Simba, el león, al búfalo, a Tembo el elefante y coleccionaban especímenes para el Museo de Historia Natural. El mismo columnista había informado que habían estado a punto tres veces en el pasado, y era cierto. Pero siempre se reconciliaban. Su unión poseía una base sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara, y él tenía demasiado dinero para que ella le dejara.
Eran ya las tres de la mañana, y Francis Macomber, que había dormido un rato después de dejar de pensar en el león, se despertó y volvió a dormirse, y de repente volvió a despertarse, asustado por un sueño en el que tenía encima la cabeza ensangrentada del león, y mientras escuchaba el fuerte latido de su corazón se dio cuenta de que su mujer no estaba en el otro catre de la tienda. Con esa idea se quedó despierto dos horas.
Transcurrido ese tiempo su mujer entró en la tienda, levantó la mosquitera y se instaló confortablemente en su catre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Macomber en la oscuridad. —Hola —dijo ella—. ¿Estás despierto?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—Y un cuerno.
—¿Qué quieres que diga, cariño?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—No sabía que ahora tenía ese nombre. Eres una zorra. —Bueno, y tú un cobarde.
—Muy bien —dijo él—. ¿Y qué?
—Por mí, nada. Pero por favor, no hablemos, cariño, porque tengo mucho sueño.
—Crees que voy a tragar con todo.
—Sé que lo harás, cariño.
—Bueno, pues no.
—Por favor, cariño, no hablemos. Tengo mucho sueño. —Esto no se iba a repetir. Me prometiste que se había acabado. —Bueno, pues resulta que no se ha acabado —dijo ella dulce
mente.
—Me dijiste que si hacíamos este viaje eso no se repetiría. Me lo prometiste.
—Sí, cariño. Esa era mi intención. Pero ayer el viaje se fue al garete. No tenemos por qué hablar de eso, ¿verdad?
—En cuanto has tenido la oportunidad la has aprovechado, ¿verdad?
—Por favor, no hablemos. Tengo tanto sueño, cariño. —Pues pienso hablar.
—Pues no te preocupes por mí, porque yo tengo intención de dormir. —Y eso hizo.
Antes de que amaneciera estaban los tres a la mesa, desayunando, y Francis Macomber descubrió que, de todos los hombres a los que había odiado, Robert Wilson era el que más odiaba.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Wilson con su voz ronca, llenando una pipa.
—¿Y usted?
—De primera —le dijo el cazador profesional.
Cabrón, se dijo Macomber, cabrón insolente.
Así que ella lo despertó al enttar, se dijo Wilson, mirándolos a los dos con sus ojos azules e inexpresivos. Bueno, ¿por qué no la pone en su sitio? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la ponga en su sitio. Es culpa de él.
—¿Cree que encontraremos algún búfalo? —preguntó Margot, apartando un plato de albaricoques.
—Es posible —dijo Wilson, y le sonrió—. ¿Por qué no se queda en el campamento?
—Por nada del mundo —le dijo ella.
—¿Por qué no le ordena que se quede en el campamento? —le dijo Wilson a Macomber.
—Ordéneselo usted —le dijo fríamente Macomber. —Dejémonos de dar órdenes —dijo Margot, y volviéndose hacia Macomber— y de tonterías, Francis. —Lo dijo en una voz bastante amable.
—¿Está preparado? —preguntó Macomber.
—Cuando quiera —le dijo Wilson—. ¿Quiere que la memsahib venga?
—¿Importa algo lo que yo quiera?
Al diablo, se dijo Robert Wilson. Al diablo una y mil veces. Así que esas tenemos. Bueno, pues como quieran.
—Tanto da —dijo.
—¿Está seguro de que no le gustaría quedarse solo en el campamento con ella y dejar que vaya yo solo a cazar el búfalo? —preguntó Macomber.
—Eso no lo puede hacer —dijo Wilson—. Si yo fuera usted no diría tonterías.
—No digo tonterías. Estoy disgustado.
—Una mala palabra, disgustado.
—Francis, ¿quieres hacer el favor de hablar con sensatez? —dijo su esposa.
—Hablo con toda la maldita sensatez del mundo —dijo Macomber—. ¿Ha probado alguna vez una comida tan inmunda como esta?
—¿Estaba mala la comida? —preguntó Wilson sin inmutarse. —No tan mal como todo lo demás.
—Me gustaría que se calmara un poco, hombre —dijo Wilson sin alterarse—. Uno de los criados que sirve la mesa entiende un poco de inglés.
—Que se vaya al infierno.
Wilson se puso en pie y se alejó dando bocanadas a su pipa. Le dijo unas palabras en swahili a uno de los porteadores de armas que estaba esperándole. Macomber y su mujer se quedaron sentados a la mesa. Él miraba fijamente la taza de café.
—Si armas una escena te dejo, cariño —dijo Margot sin alterarse.
—No lo harás.
—Ponme a prueba.
—No me dejarás.
—No —dijo ella—. No te dejaré si te comportas. —¿Comportarme? Hay que ver. Comportarme.
—Sí. Compórtate.
—¿Por qué no pruebas a comportarte tú?
—Llevo mucho tiempo intentándolo. Muchísimo.
—Odio a ese cerdo de cara roja —dijo Macomber—. Odio su sola presencia.
—Pues es muy simpático.
—Oh, cállate —casi gritó Macomber. Justo en ese momento apareció el coche. Se paró delante de la tienda comedor y salieron el conductor y los dos porteadores de armas. Wilson se acercó y se quedó mirando a marido y mujerrentados a la mesa.
—¿Vamos a cazar? —preguntó.
—Sí —dijo Macomber poniéndose en pie—. Sí.
—Más vale que cojan un jersey. Hará frío en el coche —dijo Wilson.
—Cogeré mi chaqueta de piel —dijo Margot.
—La tiene el criado —dijo Wilson. Se subió delante con el conductor, y Francis Macomber y su mujer se sentaron detrás sin hablar.
Espero que a este idiota no se le ocurra pegarme un tiro en la nuca, se dijo Wilson. En un safari las mujeres son un fastidio.
El coche rechinaba al cruzar el río por un vado lleno de rocas a la luz gris de la mañana, y subió la otra empinada orilla en ángulo. Allí Wilson había ordenado abrir un paso a golpe de pala el día antes para que pudieran alcanzar aquella zona ondulada y boscosa que parecía un parque.
Era una buena mañana, se dijo Wilson. Había un denso rocío, y cuando las ruedas aplastaban las hierbas y las matas bajas le llegaba el olor de las frondas aplastadas. Era un olor como a verbena, y le gustaba el olor tempranero del rocío, los helechos aplastados y el aspecto de los troncos de los árboles, negros entre la neblina matinal, a medida que el coche se abría paso por esa ve- getación sin caminos, parecida ala de un parque. Había apartado de su mente a los dos que iban detrás y estaba pensando en los búfalos. Los búfalos que él perseguía se pasaban las horas de sol en un pantano de densa vegetación donde era imposible disparar, pero por la noche pacían en una zona de campo abierto, y si podían interponerse entre ellos y el pantano con el coche, Macomber tendría muchas posibilidades de disparar en un terreno abierto. No quería cazar búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en una zona de vegetación densa. La verdad es que no quería cazar ni búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en ninguna parte, pero era un cazador profesional, y en su vida había cazado con gente rara de verdad. Si hoy conseguían un búfalo ya solo les quedaría el rinoceronte, y el pobre hombre ya habría pasado por esa peligrosa prueba y todo volvería a estar en orden. Podría romper con la mujer y Macomber también lo superaría. Al parecer había pasado por aquello muchas veces. Pobre desgraciado. Debía de tener algún método para superarlo. Bueno, al fin y al cabo la culpa era de ese pobre idiota.
El, Robert Wilson, llevaba un catre de dos plazas para acomodar cualquier fruta madura que le cayera del cielo. Había cazado para cierta clientela, internacional, libertina, deportista, en la que las mujeres parecían no quedar del todo satisfechas con el safari hasta que compartían ese catre con el cazador profesional. Él las despreciaba cuando las tenía lejos, aunque algunas le habían gustado bastante en el momento, y se ganaba la vida con ellas; y sus normas eran también las de él desde el momento en que lo contrataban.
Obedecía las normas de quienes le contrataban excepto en lo que se refería a la caza. En la caza él tenía sus propias normas, y los demás o se atenían a ellas o se buscaban a otro. También sabía que todos le respetaban por eso. Aunque ese Macomber era un tipo raro. Que me aspen si no lo es. Y la mujer. Bueno, la mujer. Sí, la mujer. Mmm, la mujer. Bueno, eso lo dejaría correr. Se volvió. Macomber estaba apesadumbrado y furioso. Margot le sonrió. Hoy parecía más joven, más inocente y lozana, con una belleza no tan profesional. Dios sabe qué hay en su corazón, se dijo Wilson. La noche anterior no había hablado mucho. Además, era un placer contemplarla.
El coche ascendió una ligera pendiente y prosiguió entre los árboles. A continuación se adentro en un claro que era como una pradera cubierta de hierba, manteniéndose al abrigo de los árboles de la linde. El conductor iba despacio y Wilson observaba atentamente la extensión de la pradera hasta donde se perdía, en el horizonte. Hizo parar el coche y estudió la planicie con sus binoculares. Luego le hizo seña al conductor de que siguiera y el coche avanzó con lentitud, evitando los socavones dejados por los jabalíes y esquivando montículos de barro construidos por las hormigas. A continuación, observando el campo abierto, Wilson se volvió de repente y dijo:
—¡Dios mío, ahí están!
Y Macomber, mirando hacia donde le señalaban mientras el coche avanzaba a saltos y Wilson le hablaba rápidamente en swahili al conductor, vio tres enormes animales negros que parecían casi cilíndricos de tan largos y gruesos, como grandes tanques negros, que galopaban por el otro extremo de la pradera abierta. Galopaban con el cuello y el cuerpo rígidos, y pudo ver los cuernos negros, abiertos y curvados hacia arriba mientras avanzaban con la cabeza adelantada; no movían la cabeza.
—Son tres búfalos viejos —dijo Wilson—. Les cortaremos el paso antes de que lleguen al pantano.
El coche iba a más de setenta kilómetros por hora a campo abierto, y mientras Macomber miraba los búfalos estos se hacían más y más grandes, hasta que llegó a distinguir el aspecto gris, costroso y sin vello de un toro enorme, el cuello que formaba parte de sus hombros, y el negro brillante de sus cuernos. Galopaba un poco rezagado del resto, que iban en hilera con su paso firme y veloz; y luego el coche dio un bandazo como si se hubiera subido a una carretera, los animales se aproximaron y vio la veloz enormidad del toro, y el polvo sobre su piel de escaso pelo, la amplia protuberancia del cuerno y el hocico de fosas nasales anchas y dilatadas, y ya levantaba el rifle cuando Wilson le gritó: «¡Desde el coche no, idiota!», y no tuvo miedo, solo odió a Wilson, y hubo un frenazo y el coche derrapó, clavándose de lado en el suelo hasta quedar casi parado, y Wilson salió por un lado y él por el otro, trastabillando al tocar con los pies el suelo porque el coche aún estaba en marcha, y enseguida disparó al toro mientras este seguía galopando, oyó cómo las balas le impactaban, vació el rifle mientras el animal se alejaba a paso firme, y al final recordó que debía dirigir sus disparos entre los hombros, y cuando intentaba recargar torpemente vio que el toro estaba en el suelo. Había caído de rodillas y sacudía la cabeza. Al ver que los otros dos seguían galopando le disparó al líder y le dio. Volvió a disparar y falló, y oyó el carauang del rifle de Wilson y vio cómo el líder se desplomaba de narices.
—Dele al otro —dijo Wilson—. ¡Ahora dispare usted!
Pero el otro toro seguía galopando al mismo ritmo y Macomber falló, levantando una salpicadura de polvo, y Wilson falló y el polvo formó una nube y Wilson gritó: «¡Vamos, está demasiado lejos!», y le cogió del brazo y ya volvían a estar en el coche, Macomber y Wilson agarrados a los laterales y avanzando a toda mecha, dando bandazos por encima del terreno irregular, acercándose al toro, que seguía con su galope constante, veloz, de cuello grueso y línea recta.
Estaban detrás de él y Macomber estaba cargando el rifle, tirando los casquillos al suelo, se le encasquilló el arma, la desencasquilló, y ya estaban casi encima del toro cuando Wilson gritó: «¡Para!» y el coche derrapó y casi vuelcan y Macomber cayó hacia delante sobre los pies, cargó el rifle y disparó lo más adelante que pudo apuntar a la espalda negra, redondeada y al galope, apuntó y volvió a disparar, y otra vez, y otra, y no falló ni una vez, pero las balas no parecían afectar al animal. Entonces disparó Wilson, el estampido le dejó sordo, y vio que el toro sQ tambaleaba. Macomber volvió a disparar, apuntando cuidadosamente, y el animal cayó de rodillas.
—Muy bien —dijo Wilson—. Buen trabajo. Este es el tercero.
Macomber se sintió ebrio de euforia.
—¿Cuántas veces ha disparado? —preguntó.
—Solo tres —dijo Wilson—. Usted mató al primer toro. El más grande. Yo le he ayudado a acabar con los otros dos. Temía que se metieran en la espesura. Usted los mató. Yo solo le he echado una mano. Ha disparado condenadamente bien.
—Subamos al coche —dijo Macomber—. Tengo sed.
—Primero vamos a rematar a ese búfalo —le dijo Wilson. El búfalo estaba de rodillas y sacudía furiosamente la cabeza, bramando furioso desde sus ojos hundidos a medida que se le acercaban.
—Ojo que no se levante —dijo Wilson. Y añadió—: Póngase un poco de lado y dele en el cuello, justo detrás de la oreja.
Macomber apuntó cuidadosamente al centro de ese cuello enorme y zarandeado por la rabia y disparó. La cabeza se desplomó hacia delante.
—Ya está —dijo Wilson—. Le ha dado en el espinazo. Son unos animales impresionantes, ¿verdad?
—Vamos a echar un trago —dijo Macomber. En su vida se había sentido tan bien.
En el coche, la mujer de Macomber estaba pálida.
—Eres maravilloso, cariño —le dijo a Macomber—. Menuda persecución.
—¿Ha sido duro?
—Ha sido espantoso. Nunca había estado tan asustada. —Echemos un trago —dijo Macomber.
—Desde luego —dijo Wilson—. Déselo a la memsahib. —Margot bebió del whisky que había en la petaca y se estremeció un poco al tragar. Le entregó la petaca a Macomber, que se la pasó a Wilson.
—Ha sido de lo más emocionante —dijo Margot—. Me ha dado un terrible dolor de cabeza. No sabía que se permitía disparar desde el coche.
—Nadie ha disparado desde el coche —dijo Wilson fríamente. —Me refería a perseguirlos con un coche.
—Normalmente no se hace —dijo Wilson—. Aunque tal como lo hemos hecho me ha parecido bastante deportivo. Nos hemos arriesgado más conduciendo por esta planicie llena de baches que si hubiéramos cazado a pie. Los búfalos podrían habernos atacado cada vez que disparábamos de haber querido. Les hemos dado todas las oportunidades. De todos modos no se lo mencione a nadie. Es ilegal, si a eso se refería.
—A mí me ha parecido muy injusto —dijo Margot— perseguir a esos grandes animales indefensos en coche.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson.
—¿Qué pasaría si se enteraran en Nairobi?
—Que para empezar perdería mi licencia. Y otras cosas desagradables —dijo Wilson, echando un trago de la petaca—. Me quedaría sin trabajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Bueno —dijo Macomber, y sonrió por primera vez en todo el día—. Ahora ella le tiene pifiado.
—Siempre sabes decir las cosas con tanta delicadeza, Francis —dijo Margot Macomber. Wilson los miró a los dos. Si un cabrón se casa con una zorra, pensaba, ¿qué clase de animales serán los hijos? Lo que dijo fue—: Hemos perdido a uno de los porteadores. ¿Se han dado cuenta?
—Dios mío, no —dijo Macomber.
—Ahí viene —dijo Wilson-,, Se encuentra bien. Debe de haberse caído cuando dejamos atrás el primer búfalo.
Vieron acercarse al porteador de mediana edad, tocado con su gorro de punto, su túnica caqui, sus pantalones cortos y sus sandalias de goma. Cojeaba, y se le veía sombrío y disgustado. Cuando llegó se dirigió a Wilson, y todos vieron el cambio que sufrió la cara del cazador.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Margot.
—Dice que el primer toro se ha levantado y se ha metido en la espesura. —Wilson habló con una voz totalmente inexpresiva.
—Oh —dijo Macomber, pálido.
—Entonces va a ser como lo del león —dijo Margot, llena de impaciencia.
—Ni de casualidad va a ser como lo del león —le dijo Wilson—. ¿Quiere otro trago, Macomber?
—Sí, gracias —dijo Macomber. Pensó que volvería a experimentar la misma sensación que con el león, pero no fue así. Por primera vez en su vida sintió que no tenía miedo. En lugar de miedo le invadía una auténtica euforia.
—Vamos a echarle un vistazo a ese segundo búfalo —dijo Wilson—. Le diré al conductor que ponga el coche en la sombra.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Margaret Macomber. —Echarle un vistazo al búfalo —dijo Wilson.
—Yo también voy.
—Vamos.
Los tres se acercaron a la negra mole del segundo búfalo, la cabeza echada hacia delante, sobre la hierba, los cuernos enormes y separados.
—Es una cabeza magnífica —dijo Wilson—. Debe de tener más de un metro de envergadura.
Macomber lo miraba encantado.
—A mí me parece algo repugnante —dijo Margot—. ¿Podemos ir a la sombra?
—Claro —dijo Wilson—. Mire —le dijo a Macomber, y seña- 16—: ¿Ve aquella espesura?
—Sí.
—Ahí es donde se ha metido el primer toro. El porteador dice que cuando él se cayó del coche el toro estaba en el suelo. Se quedó mirando cómo perseguíamos a toda velocidad a los otros dos búfalos. Cuando se volvió se encontró con el búfalo en pie y mirándole. El porteador corrió como un demonio y el toro se fue lentamente hacia esos matorrales.
—¿Podemos ir a por él ahora? —dijo Macomber, impaciente. Wilson lo estudió lentamente. Que me aspen si esto no es raro, se dijo. Ayer estaba hecho un flan y hoy se comería el mundo.
—No, démosle un rato.
—Por favor, vamos a la sombra —dijo Margot. Tenía la cara blanca y parecía enferma.
Se dirigieron al coche, que estaba bajo un solitario árbol de copa ancha, y se metieron en él.
—Lo más probable es que esté muerto ahí dentro —observó Wilson—. Dentro de un rato iremos a echar un vistazo.
Macomber sintió una felicidad desmedida e irracional que nunca había experimentado.
—Dios mío, menuda persecución —dijo—. Nunca había sentido nada igual. ¿No ha sido maravilloso, Margot?
—A mí me ha parecido horroroso.
—¿Por qué?
—Me ha parecido horroroso —dijo con amargura—. Detestable.
—¿Sabe?, no creo que nunca vuelva a tener miedo de nada —le dijo Macomber a Wilson—. Algltpasó dentro de mí después de ver el búfalo y comenzar a perseguirlo. Como cuando revienta un dique. Ha sido pura emoción.
—Te depura el hígado —dijo Wilson—. Ala gente le pasan cosas muy raras.
La cara de Macomber resplandecía.
—Algo me ha pasado —dijo—. Me siento completamente distinto.
Su esposa no dijo nada y le miró con extrañeza. Estaba sentada en el extremo del asiento y Macomber se inclinaba hacia delante mientras hablaba con Wilson, que estaba de lado, hablando por encima del respaldo del asiento delantero.
—¿Sabe?, me gustaría probar con otro león —dijo Macomber—. Ahora ya no me dan miedo. Después de todo, ¿qué pueden hacerte?
—Exactamente —dijo Wilson—. Lo peor que pueden hacerte es matarte. ¿Cómo es ese fragmento? Shakespeare. Es buenísimo. A ver si me acuerdo. Oh, es buenísimo. Durante una época solía repetírmelo. Vamos a ver. «A fe mía que no me importa; un hombre solo puede morir una vez; le debemos a Dios una muerte y tanto da cómo se la paguemos; el que muere este año, el que viene ya se ha librado.» Buenísimo, ¿eh?
Se avergonzó de haber revelado aquellas palabras que habían guiado su vida, pero había visto alcanzarla mayoría de edad a algunos hombres, y era algo que siempre le conmovía. Era totalmente distinto de cumplir los veintiún años.
Había hecho falta un momento singular en la cacería, una acción precipitada que no había dado opción a pensárselo de antemano, para provocar aquello en Macomber, pero tanto daba cómo había sucedido, lo cierto era que había sucedido. Míralo ahora, se dijo Wilson. Lo que pasa es que algunos siguen siendo unos críos durante mucho tiempo, se dijo Wilson. Algunos toda la vida. Siguen pareciendo unos chavales cuando cumplen los cincuenta. El gran niño-hombre americano. Qué gente tan extraña. Pero ahora ese Macomber le caía bien. Un tipo bien raro. Probablemente eso también significaría que dejaría de ser un cornudo. Bueno, eso sí que estaría bien. Eso estaría de primera. El tipo probablemente ha estado toda la vida asustado. No sabe cómo empezó. Pero ya lo ha superado. Con el búfalo no ha tenido tiempo de estar asustado. Eso y que también estaba furioso. Y el coche. Los coches te hacen sentirte más como en casa. Ahora está que se come el mundo. En la guerra había visto a gente a la que le pasaba algo parecido. Te cambiaba más eso que perder la virginidad. Se te iba el miedo como si te lo hubieran extirpado. Y en su lugar surgía otra cosa. Lo más importante de un hombre. Lo que le hacía hombre. Las mujeres también lo sabían. Adiós al maldito miedo.
Desde la otra punta del asiento Margaret Macomber los miró a los dos. En Wilson no había ningún cambio. Vio a Wilson tal como lo había visto el día antes, cuando comprendió por primera vez cuál era su gran talento. Pero ahora veía el cambio ocurrido en Francis Macomber.
—¿Siente también usted toda esta felicidad por lo que va a ocurrir? —preguntó Macomber, explorando aún su nueva abundancia.
—No debe mencionarlo —le dijo Wilson, observando la cara del otro—. Se lleva más decir que está asustado. Y mire lo que le digo, también tendrá miedo muchas veces.
—Pero ¿no siente felicidad por lo que vamos a hacer?
—Sí —dijo Wilson—. Eso ocurre. Pero no hay que hablar demasiado de esto. Déjelo. Si habla demasiado de una cosa pierde la gracia.
—No decís más que tonterías, los dos —dijo Margot—. Solo porque habéis cazado unos anisales inocentes desde un coche habláis como si fuerais héroes.
—Lo siento —dijo Wilson—. Me he disparado. —Empieza a estar preocupada por lo ocurrido, se dijo.
—Si no sabes de qué hablas, ¿por qué te metes? —le preguntó Macomber a su mujer.
—De repente te has vuelto muy valiente, así, sin más —dijo su mujer, zahereña. Pero su desprecio era vacilante. Tenía miedo de algo.
Macomber se rió, una carcajada muy natural y campechana.
—Y que lo digas —dijo—. Ya lo puedes decir, ya.
—¿Y no es un poco tarde? —dijo Margot con amargura. Porque durante muchos años había hecho todo lo que había podido, y nadie tenía la culpa de que su matrimonio hubiera llegado a esa situación.
—No para mí —dijo Macomber.
Margot no dijo nada, pero se reclinó en la esquina del asiento.
—¿Cree que le hemos dado tiempo suficiente? —le preguntó alegremente Macomber a Wilson.
—Podemos ir a echar un vistazo —dijo Wilson—. ¿Le queda munición?
—El porteador sí.
Wilson dijo unas palabras en swahili, y el porteador, que estaba desollando una de las cabezas, se enderezó, sacó una caja de balas del bolsillo y se las llevó a Macomber, que llenó el cargador y se metió el resto en el bolsillo.
—También podría utilizar el Springfield —dijo Wilson—. Está acostumbrado a él. Dejaremos el Mannlicher en el coche con la memsahib. Su porteador puede llevar el arma pesada. Yo tengo este maldito cañón. Y ahora deje que le explique una cosa. —Se había guardado esto para el final porque no quería preocupar a Macomber—. Cuando un búfalo ataca lo hace con la cabeza alta y echada hacia delante. No se le puede disparar al cerebro porque la protuberancia de los cuernos lo protege. Solo se le puede disparar a la nariz. Solo hay otro disparo bueno, y es al pecho, o, si está de lado, al cuello o a los hombros. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una furia.No intente ninguna filigrana. Elija la opción más sencilla. Ya han acabado de desollar la cabeza. ¿Nos ponemos en marcha?
Llamó a los porteadores, que llegaron sacudiéndose las manos, yel de más edad se subió atrás.
—Solo me llevaré a Kongoni —dijo Wilson—. El otro puede quedarse a vigilar que no vengan los pajarracos.
Mientras el coche avanzaba lentamente por el claro, hacia la isla de árboles tupidos que formaban una lengua de follaje siguiendo un cauce seco que cortaba el terreno pantanoso abierto, Macomber sintió que de nuevo el corazón le latía con fuerza y volvía a tener la boca seca, pero era excitación, no miedo.
—Por aquí es por donde ha entrado —dijo Wilson. A continuación le dijo al porteador en swahili—: Sigue el rastro de sangre.
El coche estaba en paralelo a los matorrales. Macomber, Wilson y el porteador se bajaron. Macomber volvió la mirada y vio a su mujer con el rifle a su lado, mirándolo. La saludó con la mano, pero ella no le devolvió el saludo.
La vegetación era muy espesa, y el terreno estaba seco. El porteador de mediana edad sudaba profusamente, y Wilson se inclinó el sombrero delante de los ojos y su nuca roja apareció justo delante de Macomber. De repente el porteador le dijo algo en swahili a Wilson y echó a correr hacia delante.
—Está muerto ahí delante —dijo Wilson—. Buen trabajo. —Se volvió para coger la mano de Macomber, y mientras se la estrechaban, sonriéndose mutuamente, el porteador se puso a gritar como un loco y le vieron salir de la espesura corriendo de lado, veloz como un cangrejo, y el toro también salió, el morro levantado, la boca apretada, goteando sangre, el gran cabezón hacia delante, a la carga, los ojillos hundidos inyectados en sangre mientras los miraba. Wilson, que estaba delante, se había arrodillado y disparaba, y Macomber, mientras disparaba, no oyendo sus disparos a causa del estruendo del arma de Wilson, vio fragmentos como de pizarra que saltaban de la enorme protuberancia de los cuernos, y la cabeza sufrió una sacudida, y volvió a disparar a las anchas fosas nasales y vio cómo los cuernos sufrían otra sacudida y salían volando algunos fragmentos, y ahora no veía a Wilson, y, apuntando con cuidado, volvió a disparar, y tenía la enorme mole del búfalo casi encima, y el rifle estaba casi alineado con la cabeza que acometía, el morro levantado, y podía ver aquellos ojillos malignos, y la cabeza empezó a descender y sintió un repentino destello cegador, candente que estallaba dentro de su cabeza, y ya nunca volvió a sentir nada más.
Wilson se había hecho a un lado para poder disparar a los hombros. Macomber había permanecido impertérrito apuntando a la nariz, disparando cada vez un pelín alto y dándole en la pesada cornamenta, sacándole esquirlas y astillas como si le disparara a un tejado de pizarra, y la señora Macomber, en el coche, le había disparado al búfalo con el Mannlicher del 6,5 porque pensó que iba a cornear a Macomber, pero le había dado a su marido, unos cinco centímetros por arriba y un poco a un lado de la base del cráneo.
Ahora Francis Macomber estaba tendido en el suelo, a dos metros de donde yacía el búfalo, y su mujer se arrodillaba a su lado, Wilson junto a ella.
—Yo no le daría la vuelta —dijo Wilson.
La mujer lloraba histérica.
—Yo de ti volvería al coche —dijo Wilson—. ¿Dónde está el rifle?
Ella regresó con la cabeza, la cara deformada. El porteador recogió el rifle.
—Déjalo como está —dijo Wilson. Y luego—: Ve a buscar a Abdulá para que dé fe de cómo se ha producido el accidente.
Wilson se arrodilló, sacó un pañuelo del bolsillo y lo extendió sobre la cabeza a cepillo de Francis Macomber. La sangre empapó la tierra seca y suelta.
Wilson se incorporó y vio el búfalo tendido de lado, las patas extendidas, su vientre de pelo ralo poblado de garrapatas. Menudo toro, registró automáticamente su cerebro. Aquí hay un metro de cornamenta. O más. Mucho más. Llamó al conductor y le dijo que extendiera una manta sobre el búfalo y se quedara junto a él. A continuación se acercó al coche, donde la mujer lloraba en un rincón.
—Menuda la has hecho —dijo en una voz sin inflexiones—. Pero si de todos modos él te habría dejado.
—Cállate —dijo ella.
—Por supuesto, ha sido un accidente —dijo—. Lo sé.
—Cállate —dijo ella.
—No te preocupes —dijo él—. Habrá que pasar por algunos momentos desagradables, pero haré que saquen algunas fotos muy útiles para la investigación. También está el testimonio de los porteadores y del conductor. Estás completamente a salvo.
—Cállate —dijo ella.
—Hay muchísimas cosas que hacer —dijo él—. Y tendré que mandar un camión al lago para que telegrafíen pidiendo un avión que nos lleve a los tres a Nairobi. ¿Por qué no le envenenaste? Es lo que hacen en Inglaterra.
—Cállate. Cállate. Cállate —gritó la mujer.
Wilson la miró con sus ojos azules e inexpresivos.
—Ya he terminado —dijo él—. Me había enfadado un poco. Tu marido había empezado a caerme bien.
—Oh, por favor, cállate —dijo ella—. Por favor, cállate.
—Eso está mejor —dijo Wilson—. Pedirlo por favor es mucho mejor. Ahora me callo.

El vino del estío

Ray Bradbury

Este relato corto es en realidad el primer capítulo de la novela de Ray Bradbury «Dandelion wine». En él, Bradbury nos sumerge en el ambiente de Waukegan, el lugar donde nació que él renombra aquí como el Pueblo Verde. Sus palabras van transportando al lector a la primera madrugada de un verano cálido que despierta a las órdenes de un niño mago de doce años. Desde las primeras líneas, Bradbury tiene la virtud de sumergirnos en su descripción como si la estuviéramos viviendo, gracias al instrumento infalible de su prosa poética.

Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en la cama. El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío.

Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna. Acostado, sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada, como la luz de un faro, sobre enjambres de olmos y robles y arces. Ahora…

-Oh… -susurró Douglas.

Todo un verano que atravesaría el calendario, día a día. Como la diosa Siva en los libros de viaje, vio unas manos que iban y venían, recogiendo manzanas ácidas, melocotones, y ciruelas de medianoche. Se vestiría de árboles y arbustos y ríos. Se helaría, alegremente, en la puerta escarchada de la casa de los helados. Se tostaría, felizmente, con diez mil pollos, en el horno de la abuela. Pero ahora lo esperaba una tarea familiar. Una noche, todas las semanas, dejaba a sus padres y su hermanito Tom, que dormían en la casita de al lado, y subía aquí, por la oscura escalera de caracol, a la cúpula de los abuelos, y en esta torre de brujo podía dormir con truenos y visiones, y despertar antes del cristalino tintineo de las botellas de leche, y celebrar su ritual mágico. De pie, ante la ventana abierta en la oscuridad, Douglas aspiró profundamente, y sopló. Las luces de la calle se apagaron como velas en una torta negra. Sopló otra vez y otra vez, y las estrellas empezaron a desvanecerse. Sonrió. Apuntó con el dedo. Allí y aquí. Ahora aquí, y aquí… Las luces de las casas parpadearon lentamente y unos cuadrados amarillos se recortaron en la pálida tierra matinal. Un rocío de ventanas se encendió de pronto, a lo lejos, en el campo del alba.

-Bostezad todos. Todos arriba.

El caserón se movió en el piso bajo.

-¡Abuelo, saca los dientes del vaso!

Esperó un momento.

-¡Abuela, bisabuela, freíd las tortas!

El aroma caliente de la manteca subió por los callados pasillos y visitó a los pensionistas, los tíos, los primos.

-Calle donde viven los viejos, ¡despierta! Señorita Helen Loomis, coronel Freeleigh, señorita Bentley, ¡tosan, despierten, tomen sus píldoras, muévanse! Señor Jonas, ¡enganche su caballo, saque su carro!

Las casas descoloridas en la barranca del pueblo abrieron unos taciturnos ojos de dragón. Pronto dos viejas resbalarían en la Máquina Verde por las avenidas matinales, saludando a todos los perros.

-Señor Tridden, ¡busque su carreta!

Pronto, echando chispas azules, el tranvía del pueblo navegaría por las calles de márgenes de ladrillos.

-¿Listos, John Huff, Charlie Woodman? -murmuró Douglas a la calle de los niños-. ¿Listas? -les dijo a las húmedas pelotas de béisbol en los prados, a las hamacas que colgaban vacías de los árboles.

-Mamá, papá, Tom, despertad.

Los relojes despertadores sonaron débilmente. El reloj de la alcaldía retumbó sobre el pueblo. Los pájaros saltaron de los árboles, como una red echada al aire, cantando. Douglas, director de una orquesta, apuntó al cielo del este.

El sol empezó a levantarse. Douglas cruzó los brazos y sonrió con una sonrisa de mago. Sí, señor, pensó, todos saltan, todos corren cuando grito. Será una estación maravillosa.

Castañeteó los dedos por última vez. Las puertas se abrieron de par en par.

La gente salió de las casas. Empezaba el verano de 1928.

Dandelion Wine, 1957

El lago

Ray Bradbury

Ray Bradbury nos dice de «El lago» que es su primera buena historia al cabo de diez años escribiendo, que la terminó con el cabello erizado llorando de emoción.

Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.

Subí corriendo por la playa.

Mamá me frotó con una esponjosa toalla.

-Quédate aquí y sécate -dijo.

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.

-Espera que vea mi carne de gallina -dije.

-Harold -dijo mamá.

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.

Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.

-Mamá, quiero correr por la playa.

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.

De manera que yo estaba realmente solo.

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azucar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.

Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió…

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.

Grité su nombre una y otra vez.

-¡Tally! ¡Oh, Tally!

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!

Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté.

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.

Subí silenciosamente por la playa.

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.

Salí en el tren al día siguiente.

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.

-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…

Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.

-¿Qué es eso? -le pregunté.

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.

-¿Qué es? -insistí.

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.

Esperé.

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta… mucho tiempo.

Repetí sus palabras.

-¿Mucho tiempo?

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es… agradable.

-Abra el saco -dije, sin saber por qué.

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.

-¡Vamos, ábralo! -grité.

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña…

Abrió el saco lo justo.

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.

El salvavidas ató el saco de nuevo.

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.

-Te ayudaré a acabarlo -dije.

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, sonriendo…